martes, diciembre 1

Libre mercado, Capitalismo y Economía

El 5 de junio del 2009, asistí al debate y programación del filme « Let’s make money ». Esa noche, conocí la revista dirigida por Marie-Louise Duboin, llamada « La Grande Relève » y tuve la suerte de llevarme conmigo los números de enero a mayo del 2009. Los leí todos con muchísimo interés. Estaba muy contenta pero a la vez profundamente intranquila.

Nací en Quito, la capital del Ecuador en América del Sur. Hace casi diez años que vivo en Francia y en todo este tiempo no había encontrado gente que estuviese tan cercana de los pensamientos a los cuales yo había sido familiarizada desde la infancia. Hablar con gente que propone un modelo económico totalmente novedoso, lógico, diferente me ha dado muchísimas esperanzas. Y al mismo tiempo… Mi preocupación radica en el gran peligro al que nos confrontamos en tanto que habitantes del Planeta Tierra. Estoy profundamente vinculada a la naturaleza y al respeto medioambiental por lo tanto, los peligros ligados a la contaminación del Planeta no me eran ajenos. Pero debo admitir que la economía y la historia del sistema económico actual me resultaban confusos.

Los artículos tan bien escritos, tan lúcidos y sólidos de los Señores Aubin, Blavette, Glory, Evrard, etc. me hicieron comprender las semejanzas entre la crisis financiera de estos últimos tiempos con aquella sucedida en 1929. Dudo que la cercanía de dicha crisis con las dos Grandes Guerras Mundiales sea pura coincidencia. La crisis financiera de aquella época y todo el odio social (que dieron como resultado millares de muertes, crímenes horribles, sufrimiento e injusticias) tienen causas comunes: un sistema económico aberrante que ha logrado sobrepasar las fronteras, volverse único y mundial.

En los años 1980, cuando todavía era niña, quedé impresionada al oír que en los Estados Unidos: “¡Había montañas de automóviles a penas golpeados… abandonados en lo que llaman cementerios automotrices!” “¡Aquí se podría ponerles como nuevos en cualquier mecánica pero allá, se les bota por un rasponcito…!”

Hacia finales de 1990, escuché lo que Jaime Guevara (músico popular de Quito) decía sobre su visita a los Estados Unidos: “¡Es insoportable! Por donde quiera que uno pase, se topa con montones de cosas en perfecto estado, botadas en los recovecos de las calles como si se tratara de basura! ¡Es insoportable cuando uno sabe que en el Ecuador, como en tantos otros países, hay tanta pobreza!”

Las personas que habían tenido la oportunidad de visitar el “Primer Mundo”, estaban absortas por el derroche y la opulencia. Algunas tenían una visión más bien crítica de aquel “progreso”, otras —al contrario— ¡lo añoraban! Yo que entonces, todavía era demasiado joven, me preguntaba muchas cosas.

En Cuba, conocí a un cubano que soñaba con Miami, solía escuchar los chistes grabados en un cassette audio, de una comediante cubana instalada en Florida. Uno de esos chistes me marcó profundamente: “Dicen que en los Estados Unidos ¡no hay papel higiénico...! ¡Qué importa, si ahí se puede limpiar con tajadas de jamón!” ¿Y… la pobreza? Noté que aquél cubano, como muchos otros, ignoraba la miseria que abunda en el mundo, sobretodo aquella que se vive en los Estados Unidos de América y en los otros países desarrollados. Otro cubano ya fuera de Cuba, me dijo concienzudamente que, para una persona miserable, Cuba era el “paraíso” pero no para una persona de clase media que puede aspirar a otras cosas que lo que el sistema cubano puede ofrecer.

Poco tiempo después me instalé en Francia, entonces descubrí las razones por las cuales la gente se deshace de cosas todavía útiles: ¡el precio de reparación es excesivo! Pero, ¿qué es en realidad lo que cuesta tanto? ¿La mano de obra? No realmente. El vaso de mi licuadora se rompió. Cuando quise comprar un vaso para reemplazarlo, me enteré de que su costo era prácticamente igual al costo de una licuadora nueva! ¿Sobre qué se sustenta esta lógica? ¿Cómo es posible que el vaso cueste casi tanto como la licuadora entera?

Hace más de cinco años, compré un abrigo de cuero en Quisapinche (pueblo cercano a la ciudad de Ambato, Ecuador), pagué por él 40 dólares (moneda impuesta en mi país natal desde el año 2000). Cuando el cierre se dañó, quise hacerlo reparar en Francia. Siempre que acudo a ese tipo de servicio, me reciben alertándome: “¡Puede ser que la reparación le cueste tan caro como el abrigo! ¿Quiere hacerlo?” Aquí están acostumbrados a que las personas renuncien a las reparaciones, por eso siempre advierten a la clientela antes de aceptar ese tipo de trabajo. El hombre no se equivocaba. Decidí guardar el abrigo para hacerlo reparar en Quito, en una próxima visita.

Durante todos estos años vividos en Francia, en mi país natal las cosas han evolucionado “desastrosamente”: la economía de mercado en boga, se ha instalado también ahí. Y aunque todavía se puedan reparar los objetos a precios menos onerosos que los de Francia, en relación al costo de la vida local, ya no resulta tan ventajoso. Esto ha hecho que la gente de mi país, haga hoy en día lo que hacían ya desde hace mucho las personas en Francia o en los Estados Unidos: ¡No paran de botarlo todo para comprar cosas nuevas! El Ecuador es una sociedad de consumo desde que muchos mercados se han abierto y desde que los bancos han simplificado los trámites para el endeudamiento.

Muchas personas apreciaron la dolarización ya que la moneda local no permitía los viajes alrededor del mundo, a causa de su bajísimo valor de cambio. Viajar era cosa de “ricos”. Poco a poco, “todo” va volviéndose accesible a las clases medias, “todo” pero al costo del endeudamiento permanente, del trabajo sin reposo. Se ha vuelto tan inhumano como lo que yo había conocido en los Estados Unidos cuando fui a trabajar durante unos largos meses hace ya más de diez años. La calidad de vida de la población de clase media de mi país natal es hecha de horas y horas de trabajo, de atascos en el tráfico vehicular, de shopping y de endeudamiento. Ya en 1990, todos los comercios abrían los siete días de la semana. Muchos habían comenzado a atender 24 horas al día ¡con servicio gratuito a domicilio! Aquello nunca creó más fuentes de trabajo porque los empleados siempre han estado sujetos a la obligación de trabajar horas extras en las noches y fines de semana sin poder exigir ningún tipo de remuneración suplementaria. Siendo tan grande la miseria del país, si alguien rechaza dichas condiciones laborales, será reemplazado sin ningún problema por alguna otra persona en necesidad de salario. La gente de mi país natal no sabe sino someterse y trabajar. Nada les protege. Lo peor es que muchos están persuadidos que es a causa de la “pereza” de sus compatriotas que su país no consigue salir del subdesarrollo. (Cuando es en realidad la DIT, División Internacional del Trabajo, la que ha condenado a unos países a ser pobres, para asegurar que otros se hagan cada vez más ricos.)

Lo que había soñado la mayoría de mis ancestros, al fin ha llegado a las clases medias de mi Ecuador natal: ¡el poder adquisitivo aumenta! Pero la miseria también ha aumentado a partir de la dolarización y de la generalización de los empleos informales. Las clases medias pueden permitirse ahora muchas de las cosas que antes no podían permitirse, pero a costa de la generalización de la pobreza, del aumento desmedido de la miseria, la delincuencia, los peligros, la inseguridad y el resto de los problemas sociales que surgen en consecuencia. No queda mucha gente de las clases medias que no se haya hecho ya fotografiar bajo la Torre Eiffel. El turismo mundial ha estallado con las dramáticas consecuencias ecológicas que eso significa. No digo que haya que prohibir el turismo a las personas de los países en desarrollo, lo que me parece lamentable es que la mayoría de las personas de mi país, o de Latinoamérica, salgan a visitar el “mundo” con el único interés de hacerse fotografiar —en el menor tiempo posible— al pie de los monumentos históricos más famosos, con el único fin de publicar sus fotos en los sitios de relaciones sociales sobre Internet. Hay todavía muchísima gente que se endeuda solo para poder ser felicitada por su círculo de amistades. Nada de intereses históricos o geográficos, ningún interés medioambiental; en muchísimos casos sólo es cuestión de reconocimiento social… “Habíamos sido tan pobres, tan subdesarrollados, tan relegados del “desarrollo” del mundo…”

En toda esta evolución vivida por las clases medias latinoamericanas, no ha habido ninguna mejoría en el nivel de la calidad de vida, sino una terrible deterioración: la salud, la educación y el tiempo libre continúan siendo privilegios para quienes pueden permitírselo, incluso el aire puro y el agua potable se han convertido en lujos.

Por eso es que la idea de “trabajar más, para ganar más” (eslogan de campaña de Nicolas Sarkozy) nunca llegó a seducirme... Hace diez años, cuando yo llegué a Francia, su sistema de educación y de salud me fascinaron porque, a pesar de sus grandes deficiencias, eran muchísimo mejores que lo que yo había conocido en el Ecuador. La calidad de vida con sus 35 horas de trabajo a la semana, las vacaciones pagadas, los paseos familiares los domingos, el interés por la naturaleza, los encuentros familiares al rededor de la mesa, el gusto por el buen comer... eran demasiado para ser verdad. Cierto es que Francia nunca ha sido el paraíso sobre la Tierra, pero ¡hay tantas cosas bien aquí...! Lo triste es saber que el gobierno actual está haciendo todo porque Francia se transforme en los Estados Unidos...

Cuando yo llegué, los niños y niñas gustaban de la lectura, ahora juegan a la Nintendo. Las familias se paseaban en los bosques los domingos, ahora pueden ir a Eurodisney y muy pronto (cuando la ley sea aprobada) podrán ir a hacer shopping incluso los domingos...

Aunque amo mi Ecuador natal, elegí vivir aquí por todo aquello que Francia me permite ofrecerle a mi hija. Soy consciente de que nunca ha sido todo color de rosa, que en Francia siempre hubo un poco de todo, pero hace diez años, la sociedad francesa era mucho menos consumista que la sociedad estadounidense o la latinoamericana. Una profunda tristeza me llena el corazón pensando en esa Francia que se extingue poco a poco, devastada por el sistema de mercado dónde todo se compra, todo se vende...

¿Por qué puedo ver lo bueno de Francia cuando mucha gente —nativa de aquí— no lo ve? ¿porque provengo de otro país? En realidad no es así. Todas las personas que han llegado a Francia no han tenido la misma suerte… Cierto es, que llegué como estudiante, que la miseria nunca me obligó a salir de mi país.

Hace poco, leía los comentarios escritos en Youtube sobre el documental de Michael Moore: “Capitalism, A love story”. Estaba enfurecida ¡leyendo tantas tonterías! Algunos criticaban a Moore calificándole de “comunista” y decían: ¡“Solo el capitalismo puede funcionar”!

En nuestros días y en medio de esta fuerte crisis, ¿cómo es posible que todavía exista gente que pueda creer en el capitalismo? He pensado en “Sicko” otra obra maestra de Moore y eso me ayudó a comprender que el trabajo constante de la publicidad en pro del consumo y contra el comunismo, se ha enraízado en lo profundo de todas las poblaciones americanizadas. Aquella percepción de las cosas no es fruto del cinismo actual, sino de la ignorancia. La mayor parte de la gente ha sido educada por los mass media. La televisión ha cumplido su rol de educadora de masas, haciendo del capitalismo y del consumo desenfrenado, dos grandes paraísos...

Todas aquellas personas que como yo, criticamos el capitalismo, debemos ser conscientes de aquello que nos ha hecho diferentes a toda esa gente educada por la televisión. Es en la educación dónde todo toma forma. Y hablo de la educación que se recibe en el hogar, no de la que se da en las instituciones educativas porque los sistemas de educación están hechos para mantener el sistema, no para transgredirlo.

Yo soy capaz de ver las fallas y de cuestionar el sistema porque he sido educada de un modo distinto. Pero todo aquél que haya crecido sometido a la obediencia, tendrá muchas dificultades para tomar distancia y cuestionar. La educación es errada cuando se basa en la obediencia a la autoridad. Si en lugar de pedir obediencia, pediríamos reflexión, los niños y niñas crecerían con la libertad de pensar, libres de elegir, de cuestionar. No es solamente la educación escolar la que debe cambiar sino aquella que nosotros y nosotras damos a nuestros hijos e hijas en nuestros hogares. ¿Estamos educandos borregos? O ¿estamos educando para la libertad?

Cuando hablo de un mundo en el que toda la gente gane el mismo dinero, de un mundo en el cual se elija lo que se quiere hacer en función del placer y no en función del dinero, muchos se ponen en guardia: Un mundo en el que todos y todas seamos iguales, es indeseable para quiénes necesitan someter a los otros para poder imponerse, para existir.

“La rivalidad es naturaleza humana...” Me han asegurado...
Conozco una niña que crece rodeada del amor de su padre y de su madre. No soy ricos pero tienen todo aquello que necesitan para vivir felices respetándose a sí mismos. Ella no tiene Nintendo como sus amigas pero no quiere tener uno y nunca se siente celosa de las y los otros niños. Ella es libre de soñar en cosas que le gustaría tener, pero soñar no le impide aprovechar de aquello que tiene ahora. Es tan feliz y positiva que le parece que nada le falta. Obviamente, tiene el respeto y el amor de su mamá y de su papá que saben compartir sus tiempos de trabajo con los de familia. Esta niña crece en armonía, no tiene necesidad de compararse a otros para sentir que existe; se siente bien consigo misma, es feliz.
Conozco otras niñas que desgraciadamente nunca tienen la atención ni de sus papás ni de sus mamás; sus padres comenzaron por ponerlas frente a la televisión cuando eran todavía bebitas. Luego, les compraron el Nintendo. Mientras más distraidas están, más ellos pueden evadirlas. Esas niñas no se sienten amadas, no se sienten bien consigo mismas y por ende, son extremadamente celosas y competitivas. Nunca están satisfechas ni son felices. Necesitan siempre más y más cosas que las distraigan del vacío causado por la ausencia y el distanciamiento de sus padres y de sus madres.

No creo en la tal “naturaleza” humana hecha de odio y de celos, de ambición, de rencor y de codicia. Es una cuestión de familia, de amor, de respeto, de educación. El capitalismo no es sino el resultado de una sociedad en falta de lazos afectivos, de una sociedad que ha perdido la noción de la profundidad de las verdaderas relaciones humanas. Podemos seguir escribiendo páginas y páginas contra el sistema de mercado, podemos criticarlo tanto como queramos, pero nunca podremos convencer a esas personas que han crecido sometidas y obedientes. No es siempre y solamente cinismo, es ignorancia pero sobretodo: miedo a perderse, a quedarse sin puntos de referencia.

¡Nos urge cambiar el método! Hay que comenzar a aceptar el ser cuestionados y cuestionadas en tanto que personas adultas, sin dejar de ser firmes en la toma de decisiones. Hay que tener el coraje de confrontarse a nosotros y nosotras mismas, a dudar, a buscar, a elegir. He viajado mucho preguntándomelo todo, es solamente de esa manera que he logrado abrir mi espíritu y encontrar las respuestas.

Gracias a todas las personas que hacen la Grande Relève por haberme enseñado mucho sobre esta economía confusa y oscurantista. Ahora y gracias a ustedes, tengo aun más argumentos para luchar contra este sistema y para soñar en una economía distinta hecha de libertad y de justicia.